Escrito por: Hugo Maul Rivas
Guatemala, 12 de febrero de 2019
Es innegable el desencanto de la población con los partidos políticos tradicionales y su típico liderazgo; sin embargo, no basta con cambiar de opción para que todo mejore. Si el voto de rechazo contra los partidos tradicionales y las viejas formas de hacer política fuera la solución mágica para acabar con la corrupción, la ineficacia del aparato gubernamental y los vicios del sistema político, muchos países en el mundo hubieran salido de este tipo de problemas desde hace mucho tiempo. La experiencia guatemalteca de 2016 es prueba de ello; a pesar de haber llevado a la presidencia a una persona ajena a la política, lo que denominan un “outsider”, los problemas en cuestión siguen igual o peor que antes. México, a pesar de haber electo el año pasado a una político antisistema, por lo poco que se ha visto de López Obrador, corre el grave riesgo de seguir atrapado en la misma dinámica de siempre. En El Salvador, haber electo a un renegado y acérrimo crítico de los dos partidos tradicionales de ese país no garantiza absolutamente nada; poco puede hacer cualquier persona que resulte electa para un cargo si no tiene principios claros, programa de trabajo y equipo de gobierno.
Lo que estas experiencias revelan es que en ausencia de reformas políticas, institucionales y legales profundas, que cambien diametralmente los incentivos, restricciones y oportunidades en estas áreas, el solo cambio de caras y modos no garantiza absolutamente nada. En general, en sistemas políticos, institucionales y jurídicos caracterizado por la corrupción, redes clientelares y tráfico de influencias, es poco probable que cualquier político tenga los incentivos apropiados para emprender estas reformas, ya sea porque perciba beneficios directos del statu quo o por que la reforma pueda resultar altamente costosa en términos de gobernabilidad. En ese sentido, los recientes y continuados escándalos abren la oportunidad para reformas sistémicas ya que actores claves han perdido temporalmente su poder de veto. Sin embargo, hay que tener claro que en ausencia de un clamor popular por este tipo de reformas, difícilmente un político racional las emprendería por propia iniciativa. En la medida que la población demande este tipo de reformas antes y después del período electoral es más probable que los políticos electos se vean obligados a hacer algo al respecto. En ausencia de una visible demanda del electorado por este tipo de cambios es poco probable que ocurra algo significativo. La próxima campaña electoral debe ser utilizada por la ciudadanía para expresar su reclamo por este tipo de reformas; como mínimo, forzando a que la discusión gire en torno a la deliberación de estos temas y a que los partidos en contienda incluyan reformas sistémicas a la gobernanza dentro de sus planes de trabajo.