En un ambiente caracterizado por el alto nivel de desconfianza de la ciudadanía sobre funcionarios públicos y políticos, es comprensible que el sentir generalizado en lo que se refiere a procesos de compra y contrataciones públicas vayan en la dirección de ampliar y endurecer los controles y las sanciones. No podría ser de otra forma tras tantos escándalos de corrupción que han salido a la luz pública durante los últimos años. A pesar de la legitimidad de esta postura y de la importancia de reducir al mínimo la corrupción en estos procesos, es importante también considerar que mientras más detallada y complicada sea la regulación a cumplir, más tiempo, recursos humanos especializados y planificación son necesarios para cumplir con ella.
Si a esta dificultad inicial se le suma el hecho que las instituciones de gobierno no siempre tienen a las personas más idóneas a cargo de estos procesos, no debería causar sorpresa que aumente la probabilidad de cometer errores de forma y fondo en los mismos. Una posibilidad que, una vez internalizada por parte de los funcionarios respectivos, puede llevar a la inacción total por parte de los responsables, dada la posibilidad de salir sancionado administrativa y penalmente por las autoridades fiscalizadoras. La situación anterior hace crisis cuando el legislador, o quien dicte la norma, desconoce de gestión pública y crea disposiciones muy difíciles, sino imposibles, de poner en práctica. O bien, cuando la normativa en cuestión es tan vaga o confusa que puede ser interpretada de formas muy distintas por parte de quien la debe cumplir y quien la debe fiscalizar.
En otras palabras, mientras más se “aprietan las tuercas”, más probable es “que se atasquen los engranajes” de los procesos de adquisición pública. Lo que Guatemala ha vivido durante los últimos años en esta materia no es nada nuevo; la historia moderna de las reformas a los sistemas de contratación muestran un constante ir y venir, como si se tratara de un péndulo, entre: desregulación y sobrerregulación; garantizar a toda costa la rendición de cuentas y la adecuada y oportuna provisión de los bienes y servicios que necesita el sector público para funcionar, y; restringir y ampliar las excepciones a la normativa general para garantizar la rapidez de los procesos en situaciones especiales. Estas reflexiones no deben ser interpretadas como una defensa solapada a favor de la opacidad, ineficiencia, inefectividad, favoritismos, sobrecostos y corrupción dentro de los procesos de adquisiciones públicas, sino como una reflexión en torno a la necesidad de balancear adecuadamente las restricciones, controles y responsabilidades con la libertad que deben tener los funcionarios cuando se requiere comprar oportunamente, con calidad y precio competitivo. En cuanto a procesos de adquisición se refiere es muy difícil escapar a la naturaleza pendular de estas reformas: sobrerregulación, cuando se han cometido abusos, y sobreflexibilización, cuando se requiere derespuestas ágiles.