Escrito por: Hugo Maul Rivas
Guatemala, 29 de septiembre del 2020
Aunque el conocimiento acerca de los riesgos de contagio del nuevo coronavirus es cada vez mayor entre la población, pareciera que muchos han bajado la guardia en lo que a los cuidados se refiere. Comportamientos que resultaban impensables hace tres o cuatro meses gradualmente se están haciendo más comunes entre la población. En la medida que el tiempo pasa pareciera que buena parte de la población le ha perdido el miedo a la enfermedad. La solemnidad y meticulosidad que se observaba hace unos meses en el cumplimiento de las medidas de higiene y seguridad gradualmente se va erosionando, al punto que en muchos lugares los protocolos de seguridad pasaron a ser una mera formalidad que no se lleva a la práctica y que muchos clientes tampoco exigen que se cumplan. Actitudes que, si se juzgan desde la perspectiva de la vuelta a la normalidad, parecieran ser sanas pero que, desde la perspectiva del control de la pandemia, denotan cierto grado de descuido en comportamientos básicos que son esenciales para frenar los contagios. De cierta forma, este tipo de actitudes revelan cierto grado de despreocupación por las consecuencias colectivas que tienen las acciones individuales de cada quien.
Algo que no es nuevo en ninguna sociedad y mucho menos en Guatemala, en donde parte del fracaso como sociedad estriba en la incapacidad histórica de resolver problemas que requieren de la acción colectiva. En el caso en cuestión, buscando cada quien su propia conveniencia sólo se precipita el desastre. Tal y como sucede durante un incendio dentro de una discoteca o un teatro, la búsqueda de lo que más conviene individualmente termina convirtiéndose en un drama colectivo. Sin duda, usar mascarilla, lavarse las manos, desinfectarse las manos con alcohol y mantener la sana distancia conlleva costos a nivel individual, cualquier persona estaría mejor no teniendo que recurrir a tales prácticas. Sin embargo, lo que resultaría más conveniente para cada uno en lo individual no sería lo óptimo a nivel de la sociedad. Como se dijera en este espacio hace unos quince años atrás, con ocasión de alguna crisis del momento propiciada por la incapacidad de alcanzar acuerdos mínimos: “para superar problemas que requieren de la acción coordinada de todos, no sólo se necesitan incentivos, premios y castigos, sino también instituciones que facilitan la actuación conjunta en pos de un objetivo. Para bien o para mal, ante la debilidad institucional del Estado es casi imposible resolver este problema mediante premios, castigos o grandes acuerdos sociales. Ante ello, no queda más que cada quien, cuidándose a sí mismo, cuide a los demás. En palabras de Savatér, refiriéndose a la noción griega del concepto, no ser idiota: alguien que solo se preocupa de lo suyo, incapaz de ofrecer nada a los demás.