Mientras más detalles se conocen de los escándalos de corrupción de Odebrecht y de la trama Construcción y Corrupción, cada vez queda más claro que el chiste se convirtió, tristemente, en una realidad. Según dice este cuento, un día un exitoso, rico y poderoso político, desde el penthouse de su lujoso edificio, rodeado de los más finos muebles, pinturas y decoraciones y acompañado por hermosas mujeres, cuestionaba así a su invitado especial: “Compadre ¿ve usted aquella carretera, esos puentes y esas calles pavimentadas? No compadre, no veo nada de eso, respondió el invitado. ¡Claro que no! Me embolsé el cien por ciento compadre”. Aunque técnicamente no se haya llegado a tal extremo, para mala fortuna de todos, el insaciable apetito al que hace referencia el chiste terminó por convertirse en el comportamiento típico de muchos funcionarios y políticos que ha visto en la construcción de infraestructura pública una inmejorable oportunidad para acrecentar su poder y llenarse los bolsillos.
Lo que ahora ha quedado al descubierto es tan solo una rama de un inmenso árbol, cuyas raíces se extienden hasta las más profundas entrañas del gobierno central y los gobiernos locales, así como a las entrañas de una nueva clase empresarial emergente que ha hecho de este tipo de negocios su actividad principal. Aunque suene irónico decirlo, bueno fuera que el modus operandi de este negocio se circunscribiera al pago de jugosas comisiones; sin embargo, junto con el cobro y pago de comisiones, muy probablemente, también existen problemas graves relacionados con la planificación y calidad de las construcciones, así como la priorización de los proyectos. En ese sentido, aunque condenable e inaceptable, una ilegal comisión de diez por ciento o veinte por ciento para la agilización de los pagos sería el menor de los males. El mayor de los problemas radica en que, a ciencia cierta, poco o nada se sabe de la rentabilidad social de los proyectos de infraestructura pública; del estricto cumplimiento de los plazos de entrega, y; de la calidad real de las obras terminadas. Todo esto, en cierto sentido, se conjuga en la dirección en la que apunta el chiste: pagar por obras inexistentes, ya sea porque no tienen la calidad deseada, no se entregan a tiempo, no mejoran substancialmente las condiciones de vida de los supuestos beneficiarios o, simplemente, no se necesitan.
En este estado de cosas, es necesario reconocer que el combate a la corrupción en la obra pública inicia con un buen diseño de los proyectos y una adecuada supervisión de los mismos, así como en una valoración adecuada de y promoción de condiciones competitivas y abiertas en la contratación. Asuntos de los que no se sabe mayor cosa, que rara vez salen a la luz pública y que por su naturaleza jurídica y técnica dificulta los procesos de fiscalización. Nada de esto es nuevo, el Sistema Nacional de Inversión Pública, SNIP, exige que todos estos requisitos se cumplan en toda la obra pública. Sin embargo, dado lo que ahora se sabe, queda la duda de cómo este sistema ha funcionado en el pasado y por qué ha sido incapaz de detectar todos estos males.