Escrito por: Hugo Maul Rivas
Guatemala, 14 de septiembre del 2021
Más que rememorar un hecho histórico clave, el simbolismo de esta fecha debería servir para tomar conciencia de que más que un momento glorioso que marcó un profundo cambio de fases, el desarrollo político, económico y social de los pueblos es un proceso de constante adaptación. Para principiar, en referencia a lo que Doris Sommer, la famosa profesora de lenguas y literatura romance de Harvard, llama “ficciones fundacionales”, difícilmente puede argumentarse que lo acaecido el 15 de septiembre de 1821 juega dentro del imaginario público el papel de mito unificador. Es decir, tales eventos no alcanzan a convertirse en un horizonte interpretativo compartido; no definen hoy, en el ámbito simbólico, lo que constituye ser guatemalteco. Seguramente, los problemas que hoy afronta el país se abordarían de manera diferente si todos los guatemaltecos compartieran un mismo sentir derivado de aquellos acontecimientos. Habrá que seguir luchando por construir esa visión compartida.
Por otro lado, afirmar que Guatemala, o Centroamérica, era una antes de la independencia y otra totalmente distinta un día, una semana, un mes, un año, una década, un siglo o dos siglos después es incorrecto. En algunos aspectos han existido avances inconmensurables, en otros muchos no tanto y en otros más, a lo mejor, hasta marcado retroceso. En ese sentido, más que anhelar profundos quiebres estructurales a nivel social, económico y político, refundaciones totales, habría que reconocer que muchos de los problemas que ahora se afrontan no pueden abordarse suponiendo que se tienen a la mano todos los elementos para manejarlos a voluntad. De esa cuenta, el cambio político, económico y social, más que la consumación de actos perfectos, que de la noche a la mañana cambian la naturaleza de las sociedades, se trata de largos procesos de adaptación y aprendizaje colectivos; de reconocer que es tal el grado de complejidad de estos problemas que, a lo sumo, a lo que puede aspirarse es a encauzar los mismos en una dirección de mejora paulatina. Es decir, reconocer que lo importante es no retroceder una vez se ha logrado avanzar; no pretender, siguiendo visiones simplistas del mundo, alcanzar de manera acelerada situaciones ideales que solo existen en la mente de quienes las proponen. Finalmente, si algo queda claro 200 años después de la Declaración de Independencia, es que el desafío a futuro del país tiene más que ver con aprender a explotar la interdependencia que caracteriza al mundo moderno que con soñar con supuestas autonomías políticas y económicas en relación con poderes externos, reales o imaginarios. Si los últimos 200 años no dejan satisfecho a nadie ahora, no hay razón para repetir nuevamente la historia de cara al futuro.